domingo, 23 de enero de 2011

La mujer de mis sueños rotos.

1 Lugar
                                                                                        Tema: sueños.


 
- ¡Déjate de chingaderas!
- No espérame, te estoy hablando bien, no seas canijo.
- Mira cabrón, tienes varias formas de cooperar, tú escoges, pero no me hagas perder mi tiempo.

Aquellos años padeciendo una vela eterna, Antonio Castro se recostaba sobre la cabecera de su cama, intentando descifrar los enigmas del sueño, su pequeño librero se había llenado de distintos libros que hablaban de los procesos físicos, oníricos, sensoriales y psicológicos del sueño. Sin embargo aun padecía de los problemas para dormir; éste había sido el problema de toda su vida, a sus cincuenta y seis años de edad tenía la cuenta de medio siglo despierto, durmiendo a medias, sólo cuando el cansancio le vencía por completo.
- Conozco un remedio que no me vas a creer, pero tú dirás.
- Es que no creo en esas cosas.
- Me cae que pendejos como tú, sufren porque quieren; a veces es bueno abrirse la mente.
- Éste problema lo he tenido toda la vida, desde que tengo memoria.
Antonio Castro lo había intentado todo, excepto el recurso de su amigo Eleuterio Mina, ávido en las magias ocultas y vaivenes de la oscuridad. Mina había aprendido mucho sobre medios de magia ancestral en su pueblo, practicaba limpias y demás métodos de hechicería, alguna vez le leyó las cartas a la señora de Castro, una tarde de esas, cuando paseaban por el parque y ella invito al marido a entrar en el local de Mina, sólo por curiosidad, entonces Eleuterio predijo la muerte de la esposa de Antonio; entonces el viudo regresaría muchas veces a platicar con Mina, hasta hacerse buenos amigos, por los sabios consejos del hechicero.
- Hazlo hombre, si me escuchas, pronto estarás durmiendo. No te creo nada, tú esto lo pescaste el día que te mataron a tu mujer. Es miedo cabrón, hazme caso.
En ese detalle se equivocaba, claro que Antonio Castro padecía muchos miedos, y el asesinato de su mujer lo lastimó y le provocó un trauma, pero el mal del insomnio, había empezado desde muy pequeño en una tarde sonrojada, en que sintió una soledad  y una melancolía de viejo a los cinco años, y que empezaría a perseguirle por el resto de su vida. Castro no recordaba éste hecho, si quiera sabía a ciencia cierta cual de sus males era la verdadera causa del insomnio, su soledad natural, sus miedos, la melancolía, o algún trauma que se alojó en él, sobre el paso de la vida.
- Cuando duermo, cuando lo logro, no sueño…
Está sentencia le obliga a Mina a insistir, y Antonio Castro se empeñaba en decir que no, más porque esas eran cosas que él se empeñaba en decir que eran falsas.
- Entonces que chingados vez cuando estás dormido.
- Sólo cierro los ojos y luego los abro, es como ver una pantalla negra, y luego que aparezca la primera imagen de la mañana.
- Hazme caso hombre, no sea pendejo y hágame caso.

Antonio Castro tenía múltiples recuerdos, y muchas veces con ayuda psicológica, los había visitado a fondo, con el único fin de saber la razón de su mal, sin embargo su cerebro había borrado el recuerdo del primer momento en que empezó a sentirse así. En las múltiples sesiones psicológicas pudo encontrarse en una habitación vacía esperando a sus padres que llegaran, otras veces rodeado de muchas personas, y aún así en un mundo suyo, donde estaba solo, también pudo ver a las muchas personas que le habían rechazado y los muchos que pasaron por su vida y alguna vez lograron humillarlo. ”Secuelas”, algo así decía la psicóloga, que sentenciaba que esos comportamientos son imposibles de evitar en las personas, nosotros no los controlamos, lo único que podemos hacer, es impedir que nos lastimen, y mas aún que nos sigan lastimando después de muchos años; pero el daño estaba hecho en Antonio Castro que no sabía a ciencia cierta, que era lo que le robaba el sueño desde hace tanto tiempo.

Recostado sobre su cama, con un libro abierto que descansaba en su regazo, y con el reloj marcando en números rojos las cuatro y media de la mañana, le asalto la idea de la presencia de su esposa a su lado, cuando la iba a abrazar como consuelo de otra noche que no dormiría, se encontró con el vacío; entonces se puso de pie, miró la ventana empañada, la limpió y permaneció largo rato observando la oscuridad tan viva.
- Pues si no hay nada que perder.
Murmuro irrumpiendo en el silencio de la habitación.
Pisó con sus pies descalzos una caja de pastillas de somníferos, los recogió, una vez sentado en la esquina de la cama, nervioso, se sobó el píe, y jugo con el paquete de medicamento sobre sus manos, quiso tomarse una pastilla, pero su estomago de años de medicamentos estaba muy dañado, y el efecto le servía de muy poco para el terrible malestar que le estaba creando.
Apenas amaneció esa mañana de domingo, fue en la búsqueda de Eleuterio Mina a su local de hechicería, estaba cerrado, y esperó ahí con un cono de helado que se derritió en su mano porque estaba muy cansado para pensar en comer; además del descontrol de su extremidad agotada por la falta de sueño, que no le ayudaba a dirigir el helado hacia su boca. Esperó hasta que dieron las nueve de la mañana, entonces Eleuterio apareció caminando campante por la acera, felicidad a causa de que esa mañana, las cartas le habían predicho un buen día y un amor pasajero.
- ¿Qué te trae por aquí don Toñillo hijo de la chingada?
Apenas lo escuchó, volteó bruscamente y le miró con esos ojos desvelados de toda la vida y le dijo: Ahora si, acepto tu remedio.

Eleuterio Mina lo sito en los alrededores desérticos de la ciudad a las ocho de la noche, con su pijama puesta, y Antonio Castro llego vestido con su atuendo de dormir, sin haber entendido que está última instrucción fue un chiste.
Antonio Castro fue amarrado a una enorme roca café, a su alrededor danzaban humaredas grises que venían del este, en un resplandor de hojas secas quemándose a unos cincuenta metros de distancia. Castro pasó la noche en vela inhalando humo, brillando con las caricias de la luna, y mirando como venía la figura femenina de una hermosa mujer morena, con sus atavíos de “cucapah”, caminando lento desde del sur. Y nunca llegó.
- La luna es romántica, verdad. – Comentó Eleuterio mientras desamarraba a Castro en las primeras luces de la mañana.
- No me siento diferente.
- No tienes porque sentirte diferente mi Tonillo.

Las instrucciones fueron claras, durante ese día, y el que seguía, Castro no debía sentir sobre su piel la luz del sol, y evitar ver luces distintas a las de la luna, debía permanecer en un cuarto a oscuras, escuchando sonidos de la naturaleza o música relajante, debía permanecer tranquilo, y podría salir de la habitación apenas la noche devorara al sol, después de la tarde sangrienta. Aun así, salir no era recomendable, porque debía permanecer tranquilo, sin permitir que algo le alterara demasiado, y la ciudad es bruma y desespero, así que debía tener cuidado con el mundo fuera de la habitación de sombras; >>Sólo bebe leche, no tomes agua u otro liquido, si quiera la pongas a hervir; tampoco comas otra cosa; y no te asustes, porque puedes tener motivos, pero siempre ignóralos<<
Antonio Castro no padeció ningún problema, hasta después de las cuarenta horas, entonces comenzó a sudar, a hervir lentamente en su jugo, a tenerle miedo a la oscuridad, a sentir pasos donde nada había, a sufrir su estomago que se revolvía lentamente, comiéndose a sí mismo; sintió que el reloj se movía lento, y tres horas le parecieron seis, entonces sólo eran las cuatro de la mañana, salió a la calle, intentando refrescarse en los aires frescos de la mañana, pero el fresco lo golpeo de tal manera que comenzó a titiritar, se sentía quemándose por dentro y frío por fuera. Regresó a la habitación agitado, con un terrible dolor en el estomago, pasaron quince minutos cuando comenzó a sentir unas manos frías sobre la espalda, un respirar lento sobre su oreja, entonces se atrevió a prender la luz. No había nada.

Después de las cuarenta y ocho horas viviendo a oscuras, pudo vivir el día de manera normal, a penas llegó la noche, y se recostó en su cama, durmió los sueños que no había dormido desde hacía años.
- No puedo creerlo.
- No sea pendejo mi Toño, usted nunca ha querido creer… Ahora que lo ve, supongo que menos.
Pasaron días, y Antonio Castro seguía durmiendo apaciblemente, hasta que una noche lo último que pensó antes de acostarse fue la idea de la esposa muerta, y sin darse cuenta de lo que era real y lo que no, si estaba durmiendo con los ojos abiertos, o soñando un cuadro con la perfección de los detalles de su habitación; Castro pudo ver como una silueta femenina, fraguada de sombras, habría la puerta en la oscuridad de la noche; sintió las caricias de unas manos suaves, féminas y de uñas largas, ella se posó a su lado, le beso con una pasión febril, que no acabó hasta que la mañana irrumpió en la habitación atravesando la ventana, y ella se hizo granito, y el se acalambro de la cabeza hasta el dedo pulgar del pie; desde entonces no volvería a soñar tranquilo.
- ¿La besaste?
- ¿Por qué?
- ¿Qué hicieron?
- Es malo.
- ¡¿Qué hiciste pinché Toño?!
Desde entonces tenía pesadillas que empezaban tranquilas, alegres, con la figura indefinible de una mujer, que se hacía granito oscuro, y venían las historias por segunda vez de toda su vida, y otras inventadas de una imaginación volátil y mal herida.
Antonio castro se dio cuenta de que soñaba con los ojos abiertos, el día en que despertó en un parque muy lejano a su casa, con las ropas desgarradas y con la boca seca de tanto gritar.
- Cada vez son peores.
- Te vamos a tener que amarrar a la cama mi Toño.
- Y luego.
- Mata a la sombra, antes que se deshaga.

Fueron varias semanas en que Castro no pudo evitar la seducción de la mujer de sus sueños y pesadillas, la noche en que logró rechazarla, fue la ultima de todos los días de sueño. Ella se posó a lado de su cama, le besó, le quiso, y él viviendo en dos mundos al mismo tiempo, llego a su pensamiento la idea de la mujer y la pesadilla. La empujó, y pudo ver su rostro sin forma, ella gritó enfurecida, un quejido furioso y chillón de una mujer que no tenía boca.

Antonio Castro sentado en una silla de madera.
- Mírame a la cara.
- Eleuterio…
- Cállate pendejo.
- ¿Qué le paso a tu cabello?
El hombre saca de su chamarra una pistola.
- Sé como murió tu esposa.
- Asesinada.
- Cállate pendejo.
- Eso…
- Tu vieja era una calienta camas.
- ¡Pinché Eleuterio…!
Castro recibe el golpe de la cacha.
- Cuida tu lenguaje cabrón… Dame lo que busco.
Silencio.
- ¡Háblame pendejo!
- ¡Qué quieres!
- No grites cabrón, que tu vieja no se murió por nada, tú sabes, yo sé, ella sabía, dame lo que vine a buscar hijo de tu puta madre.
- No sé que buscas.
- ¡Déjate de chingaderas!
- No, espérame, te estoy hablando bien, no seas canijo.
- Mira cabrón, tienes varias formas de cooperar, tú escoges, pero no me hagas perder mi tiempo… Tu vieja se murió por puta, y sobre todo… por después hacerse de la boca chica.
Castro se levantó, mientras Eleuterio caminaba rápidamente detrás de él.
Entró en la cocina, consiguió un cuchillo largo, y espero apacible a Eleuterio, y pasaron diez minutos largos y no entraba, entonces se atrevió a abrir la puerta, y recibió otro golpe de la cacha en el rostro.
- No aprendiste nada de estar amarrado a una pinché roca.
- Déjame cabrón.
Un balazo a la rodilla.
Un grito seco.
- Haber cabrón, me vas a decir.
Antonio Castro se levantó con dificultad, y se atrevió a hablar.
- Te voy a decir…
Fue rápido, dijo una frase tan corta, y tomó impulso con la pierna buena, y dejó ir la cuchilla tantas veces sobre el cuerpo de Eleuterio Mina.
- ¡No seas pendejo, que te quiero ayudar!
Otro balazo atravesó el vientre de Castro, aun así, no dejó de hacer llegar la cuchilla contra Mina, hasta que lo vio sin movimiento.

La mañana irrumpió en la habitación, iluminó poco a poco el cuarto con la luz que entraba por la ventana, y sobre el pie del cristal, Castro dejaba ir sus lágrimas heridas. Ella irrumpió el silencio, seguía siendo oscura, sin rostro, sin ropa, sólo una silueta de tres dimensiones femeninas y sensuales.
- Vete de aquí.
Le extendió la mano.
- ¡Déjame en paz!
Y ella no se detenía.
Castro corrió fuera de la casa dejando hilillos de sangre, con la pena cargada a su espalda, con los puños crispados y con la calentura por dentro y el frío por fuera, perdido en dos dimensiones, soñando con los ojos abiertos, con la ropa rasgada, perdido en un mundo que no es el suyo, perseguido por una mujer sin forma, sin rostro…
Dentro de la casa se quedó Eleuterio Mina, muerto sobre los pies de la escalera, con la sangre fresca, y sobre su piel anciana la marca plasmada de lo golpes contusos, y arriba, la habitación de Castro desordenada, y la ventana abierta y empañada de un aliento que se deshace lento, y con la cama, las correas rotas de Castro.


                                                                                                 Saúl Bautista.

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